El Infierno son los otros, un extraño diablo
Entramos en una cueva. La de la Sala Samotracia. Un espacio que le va perfecto a El Infierno son los otros, una adaptación hecha por José Luis Verguizas de A puerta cerrada de Sartre. Un botones le da la bienvenida al primer personaje que aparece en escena. Alto, aspecto desmejorado, como si se hubiese arreglado hace cinco días para ir a una boda, violento,… El botones le presenta el espacio a este personaje a la misma vez que nos lo presenta a nosotros, al público. Un espacio sin ventanas, sin salida al exterior, sin nada que llevarse a la boca, sólo unos tristes caramelos, con un cortapapeles inútil y un cuadro presidiendo la escena. Una mujer sin ojos que apunta a ser un punto clave en la obra.
Lo que viene después, cuando los tres personajes principales se encuentran en escena es una sucesión de descubrimientos de cada uno. Los personajes se descubren al otro al mismo tiempo que se descubren al espectador. En El Infierno son los otros consiguen que nos sintamos encerrados, claustrofóbicos, sin salida,… Las historias que se cuentan son crueles, pero se cuentan sin crueldad, sin dolor,…
La filosofía de Sartre se desprende en las palabras de los actores, pero se vislumbra actualizada, más entendible. El infierno son los otros es una frase que define lo que pasa entre los personajes. Ataque tras ataque nos damos cuenta de que no les queda otra alternativa que pasar el resto de sus vidas “juntos”. José Fernández derrocha energía en la voz, Yolanda Fernández crea un doble personaje que te provoca tanta atracción como rechazo y Alba Enríquez se salva por atormentada, por ser la única consciente de tener un problema, y ella la dibuja irónica, sarcástica.
Una dirección cuidada pero con un control invisible, una adaptación quizá con un esquema demasiado simple pero que consigue adentrar al espectador en un infierno nunca visto, nunca imaginado pero que puede ser mucho más doloroso que el caluroso dominado por Satán.