La Edad de la Ira, siempre dieciséis
Viví mi adolescencia en los veranos de mi pueblo, donde no había tiempo para contar las horas y donde los amigos lo eran todo. La vida intensa, plena, la vida cargada de momentos por vivir, de ganas de vivirlos y de secretos ocultos. La Edad de la Ira es más oscura que ese mundo que me tocó vivir, donde había más luces que oscuridad. Tiene esa plenitud que dan los dieciséis pero sus personajes se encuentran en una etiqueta constante que les pesa y no les deja avanzar. Una etiqueta social y personal que quieren romper con hechos que no siempre son los apropiados. Fernando J. López adapta su novela homónima, que a partir de ya me muero por leer, y da voz a los adolescentes representados por La Joven Compañía y dirigidos por José Luis Arellano.
Adolescentes. Efervescentes. Una clase de bachillerato. La revista del instituto. Un profesor que manda cartas a una de sus alumnas. Tres amigos que quieren seguir siendo siempre amigos. Una familia de aplastante peso religioso que no puede con lo que se le viene encima. Todos estos son elementos que emergen y flotan en una obra que rebusca en esa edad, la de la ira, entre otras tantas cosas.
Marcos avanza lo que va a ocurrir en la historia. La sorpresa no causa su efecto en el qué sino en el cómo. Un cómo tan emocionante como explosivo. Fernando J. López ha sabido recrear esa juventud enérgica que piensa más allá que en el alcohol y en la fiesta. No todo son cubatas y reggeaton, como se suele pensar. Repleto de frases rotundas que pasarán a la posteridad como “No sientes vértigo si te quedas quieto”, el texto te coloca en un punto en el que no puedes evitar la emoción, seas adolescente, como la fila de espectadores que tenía tras mía, o acabes de cumplir los treinta, como es mi caso. No importa. Porque todos hemos tenido dieciséis años, y aunque parezca increíble, a los treinta también se sigue teniendo la misma inseguridad y el mismo miedo a fracasar, a defraudar, sigue perenne. La imagen de Mabel del Pozo, que está en su punto cuando aparece, ni muy fría ni muy intensa, despierta la primera lágrima y ya no puedes parar, aunque esas lágrimas las acompañe una sonrisa, porque sientes que tú has estado ahí y, de alguna manera, te encuentras con el adolescente que fuiste, ese chaval que quería comerse el mundo sin saber que el mundo empezaba a comérselo a él. El teatro es así, es vida, es emoción.
Aunque el texto despista al público con algunos jaleos temporales, Arellano ha sabido construir una función que no deja respirar al espectador. El ritmo vertiginoso y sin descanso de los adolescentes impregna a todo el equipo y se traspasa al patio de butacas. Banda sonora, iluminación y escenografía van a favor de obra y la hacen crecer.
Y ese espíritu adolescente no sería lo mismo sin el elenco de La Joven Compañía. Un espíritu que, más que nunca, se hace grande. Álex Villazán es el héroe perfecto de esta historia. Compone un personaje que, pese a sus miedos e inseguridades, sigue siendo líder, sigue respirando con fuerza. Consigue otorgarle matices a cada paso. Dará que hablar. Vuelvo a rendirme ante María Romero que le da luz a su personaje, del que cualquiera podría enamorarse, sea de la manera que sea. Mención especial merece Alejandro Chaparro que encuentra el tono idóneo de hermano mayor, sin que nos caiga mal. Consigue que lo entendamos. El resto del reparto suma, incluido el punto de comedia negra del personaje al que Rosa Martí da vida. Un aplauso eterno para todos.
Ser uno mismo, no querer perder el tiempo, querer ser escuchado, querer tener la palabra. Una lucha constante. Un aprendizaje para los jóvenes, un aprendizaje para los adultos. No son menos. No somos menos.