Fausto, bebe de la sangre de Pandur
Tomaz Pandur ha ofrecido siempre grandes espectáculos a la cartelera teatral española. Además, siempre se ha arriesgado con grandes autores, Dante, Shakespeare, Eurípides,… Ahora se enfrenta a Goethe y a su complicado Fausto, obra que el autor tardó 60 años en escribir. El propio texto no es teatral en sí mismo, es un poema dramático concebido más para ser leído que representado, por lo cual la adaptación supone mayor complicación. Aún así Pandur se enfrenta a este texto con un estilo único.
El deseo de Fausto es sencillo, la necesidad de conocimiento, de saber más. Ese impulso lo lleva a vender su alma al diablo, una venta con sangre. Una de sus primeras frases en un monólogo desgarrador, “anhelo la muerte, detesto la vida”, dan muestra de la angustia que sufre el personaje. Por lo tanto, cuando aparece en escena la familia del mal, el diablo y su séquito, poco más puede importarle a Fausto que tratar de conseguir lo que desea. Sin embargo, a raíz de todo esto, comienza una vorágine de momentos estéticamente espectaculares pero dramatúrgicamente inciertos ya que el espectador logra entenderlos individualmente pero no como un todo. Y ese es su principal fallo.
La estética de Pandur es clara, tonos grises y un toque de rojo. Su espectacularidad escénica es irremediablemente atractiva, pero en Fausto todo esto vence al argumento y a la continuidad de la historia. Tras la venta del alma al diablo, suceden una serie de acontecimientos sin un hilo argumental claro y que juegan con la teatralidad y a veces no todo vale en escena. Y más cuando te lo dejan claro. “Hemos introducido este momento audiovisual que, aunque no tiene nada que ver con la historia, al autor le parece relevante”. Por lo menos, te avisan. Un momento cinematográfico que aísla y saca de la historia al espectador que ya se encontraba un poco perdido. Innecesario para una obra de casi tres horas de duración.
Nada negativo se puede decir de los actores, que entregan su cuerpo y corazón a Pandur, tanto como Fausto a su diablo. Roberto Enríquez rebosa energía y potencia en la voz, Victor Clavijo, a pesar de que se incorporó a los ensayos semanas antes del estreno, se apodera de la escena en su saber estar y en sus movimientos, Emilio Gavira cautiva, incienso en mano, Ana Wagener le aporta un punto de locura divertido a la Sra. Mefistófeles. Mención especial a los más jóvenes del reparto, Pablo Rivero construye un niño con cuerpo de hombre que acapara todas las miradas con solo estar presente, habla sin hablar, y Marina Salas es ese tipo de actriz menuda que saca fuerza de las entrañas, sobre todo en esa escena en la que se empapa hasta los poros de la piel. Sin embargo, no me acaban de convencer los empleados de Mefistófeles ya que su presencia sólo aporta a nivel estético y escénico, poco a la propia historia. Aunque tengo que destacar el impactante momento musical de Alberto Frías.
Tomaz Pandur vuelve a florecer como un pintor de la escena, su impacto escénico es fascinante. Consigue remover los sentidos y las emociones, aunque a veces no sepamos porqué. Tanto el vestuario como la creatividad a la hora de contar las escenas son indudablemente identificativos de su obra. Bicicletas, escaleras, máscaras antigás, globos, un piano, agua,… Todo aporta y comunica algo al espectador… pero quizá hace olvidar que estamos ante una obra de teatro y nos pierde en el argumento. Fausto gana al diablo igual que la estética de Pandur puede con la historia de Goethe.