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Un cuento de invierno, lo complicado de adaptar a Shakespeare

Un cuento de invierno es la tercera tragicomedia romántica del último periodo creativo de Shakespeare. Es la segunda vez que escribo una crítica de una obra de Shakespeare y me doy cuenta de lo complicado que es adaptar a este autor. Carlos Martínez-Abarca versiona a William Shakespeare y dirige a un reparto de ocho actores que dan vida a los personajes de esta obra de múltiples caracteres.


Una historia sobre celos descontrolados, perdones, miedos e inseguridades, traiciones y remordimientos, sobre clases sociales y, sobre todas las cosas, el amor. Aparentemente, esta versión de Un cuento de invierno decide inclinarse por el clasicismo. Vestuario y dirección optan por esta decisión aunque no tardaremos mucho en dudar de esta primera impresión. Un CD como oráculo de Delfos, un video mostrándonos a un reportero de "Sálvame" para contarnos una de las partes más interesantes de la trama o un vendedor de top manta con gafas de sol son algunas de las propuestas contemporáneas que sorprenden al espectador, más por su nula adecuación al contexto de la obra que por su originalidad. Decisiones de dirección que restan más que apoyan a una obra que necesita una revisión general, sobre todo porque parece que nada va encaminado hacia la misma dirección.


El vestuario de Carmen 17 aporta mucho a la obra, aunque hay personajes como el del Coro y el resto de personajes de Carlos Jiménez-Alfaro, que parece haberse olvidado de ellos. Parece una propuesta que todavía no ha terminado de realizarse, le faltan manos de pintura. La iluminación de Sergio Balsera es todo un acierto, luces y sombras en su justa medida. A nivel interpretativo, el director optar por llevar a sus actores a una declamación exagerada que obliga a decir las frases sin continuidad, a reacciones injustificadas o demasiado lentas y, sobre todo, a que Carlos Lorenzo construya un personaje que está alejado del resto del reparto. Incluso a veces llegué a pensar que estaba trabajando en clave de comedia. Una bestia descontrolada, un rey cornudo y patético que sería genial si la propuesta del resto del elenco fuese en ese tono. Pero no es así. La Hermione de Zaira Montes llora, se queja y puedo incluso alabar su momento de contención cuando es llevada a prisión, calla y se muerde la boca. En su contra está el despertar de la Virgen, que está en el texto de Shakespeare pero que resulta más cómico que sorprendente. Rocío Marín declama con voz forzada en su Paulina, espléndida en intenciones en su enfrentamiento con Leontes, y nos hace reír con su gañan. El resto del reparto no destaca en demasía, aunque me quedo con la dulzura de la Perdita de Paula Ruiz, aunque Carlos Martínez-Abarca destroza su gran momento de lucimiento eliminando el encuentro con su familia biológica.


Un muy buen ambiente teatral acompañado de decisiones desacertadas, un coro que intenta ser cómico pero el propio texto no lo es, una pena pues Carlos Jiménez-Alfaro podría haber dado mucho más de sí, por lo que cuando intentan jugar con el público y que éste participe, los espectadores nos encontramos en otro código. Sinceramente, ¿había ganas de saber qué iba a pasar 16 años después? Me quedo con un verso, de los grandiosos de Shakespeare: “¿Qué es un sueño sino un juego de la imaginación?


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