Hijas de la gran puta, baile de farsantes
Hay trabajos que uno tiene que hacer casi por obligación. Por estar en un teatro de relativa importancia, por dinero o simplemente por ganas de trabajar, de estar en un escenario, de seguir interpretando. Desde luego no sé el motivo por el que Ana Rujas, Pilar Gil y Mariam Torres se suben al Teatro Alfil para escenificar la obra Hijas de la gran puta, pero lo que sí sé es que no están orgullosas de su trabajo. En los aplausos se ven muchas cosas y se vislumbra el espíritu y el orgullo de un proyecto. Un texto de Pablo Vázquez y Jimina Sabadú que tiene algunos puntos interesantes, un humor acido y un tema actual pero es llevado a escena por Norberto Ramos del Val sin ningún tipo de gana, sin esfuerzo y sin eso tan intangible que podríamos llamar arte.
Me gusta lo desinhibido, lo provocador, el humor ácido, cruel y todo ello puede encontrarse en Hijas de la gran puta. Gabi, una aspirante a actriz con mucho ego se rodea de una tarotista, también actriz con su minuto de gloria en la serie Compañeros, y de una cocainómana relaciones públicas, para enseñarnos un mundo en el que hay más mentira que verdad, en el que sólo importa la cara que muestras en Facebook, Instagram o la felicidad de tus tweets. Un tema actual, tanto como la recurrente Ana Allen, y que nos muestra en lo que nos hemos convertido los seres humanos, más preocupados por nuestra imagen que por nuestro verdadero estado de ánimo. La gran mentira.
Hijas de la gran puta te hace pasar un rato ameno, reírte a veces, escandalizarte con comentarios recurrentes e irreverentes en otras ocasiones, hasta ahí todo genial. Pero por encima de todo esto hay una dejadez y una falta de ganas y energía que se adueña de todo el equipo. El primer momento musical en playback funciona porque al finalizar el propio personaje se avergüenza de él, pero salvo otro momento en el que este mismo personaje dice “¿De verdad nos creemos que esto es un musical?”, el resto de instantes de revista son un verdadero insulto al espectador. No puedo sentirme de otra forma sino insultado.
Es evidente que en esta función faltan ensayos, que ninguna de las tres actrices maneja el texto con soltura, sobre todo Miriam Torres, pero también falta profesionalidad. Y eso es muy duro. No serán las primeras ni las últimas que se suben al escenario sin estar orgullosas del montaje, de hecho, me he podido sentir identificado en algún momento, pero lo que no puedes evitar como actor, sobre todo teniendo el teatro lleno, es echarle ganas, energía y valor. En los bailes parece que estoy viendo un ensayo, en las discusiones una improvisación donde no hay orden ni control, los efectos sonoros no están acordes con las actrices y en la manera de interpretar cada una va a su antojo. Ana Rujas está demasiado cinematográfica, de hecho, dudo que en la última fila pudiesen escucharla con nitidez. Pilar Gil es teatro puro y duro, una farsa constante mientras que Miriam Torres está a caballo entre ellas dos, más centrada en su estado de embriaguez que en el texto que tiene que decir. Estoy seguro que las tres actrices podrían haber dado mucho más de sí en otras circunstancias.
¿Y a quién le echo la culpa de todo esto? A un director que decide crear momentos musicales insulsos, con un playback simple y barato y que acepta estrenar un montaje en estas condiciones, pero también a una sala, el Teatro Alfil, que acoge este montaje sin ningún tipo de criterio cobrando 20€ por una entrada en taquilla -menos mal que hay maneras de adquirirla más barata-. Un insulto, señores, un insulto.