Hamlet, una lengua afilada
Tenía muchas ganas de ver este Hamlet. Por que es la primera vez que veo este Shakespeare llevado a escena y porque parte de una compañía a la que le tengo mucho cariño, el Teatro Clásico de Sevilla, que ahora se atreve con uno de los Shakespeare más emblemáticos y queridos. La figura de Hamlet pesa sobre todas las cosas y su director, Alfonso Zurro, ha querido darle la responsabilidad a un Pablo Gómez-Pando -de la edad del personaje, gracias-, que interpreta a un Hamlet con sus miedos, sus recelos, su valentía y chulería. Buena apuesta y buen resultado.
Sobre todas las cosas, lo que vemos en este montaje es un Hamlet clásico pero personal, de una alta calidad interpretativa, en gran parte del reparto, y escenográfica. Alfonso Zurro y el diseño de escenografía y vestuario de Curt Allen Wilmer han conseguido que veamos las mil caras de los personajes, los pensamientos que afloran en su mente y que van más allá de las palabras que les otorgó Shakespeare. El bosque de espejos que los rodea y las capas de cebolla del suelo nos descubren un montaje cada vez más oscuro y rockero. La música del inicio nos avisa. No es clásico todo lo que reluce.
Dos horas y media de función con un ritmo bastante potente que decae solo en contadas ocasiones –la parte de los sepultureros podría ser abreviada ya que no aporta mucho a la trama de la obra en un momento en el que todos queremos disfrutar del intenso final que se nos promete-. La compañía ha conseguido crear una propuesta cercana, entendible y donde los versos no suenan artificiales. Gran logro, gracia de un reparto potente y de un director que sabe dirigir la orquesta con mimo y temple.
Siempre se habla mucho del personaje de Hamlet, de si se entiende su actitud y de hasta qué punto su forma de actuar es sinónimo de locura. El Hamlet que crea Gómez-Pando se motiva de la falta de entendimiento, de la venganza, de la indignación pero también de la soberbia, de la rebeldía y de la insensatez. No piensa, actúa. El peso de la obra lo lleva con absoluta maestría, genial en sus soliloquios y virtuoso en el dominio de la evolución del personaje, con un final aterrador. Habría que prevenirle la velocidad en algunas partes, que sin llegar a perder el sentido de todo lo que dice, se pierde intensidad y vocalización. Gómez-Pando consigue hacer fácil y entendibles las palabras de Shakespeare y, a su lado, recorremos un viaje de sinsentidos y emociones.
A este gran protagonista lo acompañan un reparto donde destacan un Manuel Monteagudo que sabe aprovechar cada una de sus intervenciones como Polonio, geniales y divertidas las escenas entre suegro y yerno, y una Amparo Marín, dando vida a Gertrudis, que consigue el punto exacto entre madre y esposa, logra que el público entienda el desprecio por su hijo. También destaco a un Laertes interpretado por José Luis Verguizas, de voz honda y sentimientos a flor de piel, en una potente segunda parte. En contra del montaje van una Ofelia muy mujer y muy poco niña, que nos convence -y mucho- en la locura pero que nos deja fríos en el amor, no le ayuda su primera escena con Hamlet, que pasa muy fugaz y desapercibida. El drama de Ofelia, a la que da vida Rebeca Torres, es menos drama porque lo sufre una mujer y no una niña. Y un Claudio al que parece que nada altera ni importa. Mención especial a los juguetones, divertidos y traidores amigos de Hamlet, Guildenstern y Rosencratz, que nunca tuvieron tanto peso en esta historia.
Una propuesta impactante, con grandes aciertos escénicos como la aparición del rey difunto o la creíble pelea de espadas, un texto en versión de Leandro Fernández de Moratín con dramaturgia de Alfonso Zurro que convence al espectador y comprende al héroe, y unos actores que se dejan la piel en el escenario.