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Cerda, historias de monjas, travestis y mascotas



En nuestra segunda crítica de la temporada también recogemos una obra que triunfó en La casa de la portera desde hace varias temporadas. Hablamos de Cerda, una obra con un humor burdo, que mece su estilo entre las tinieblas de Pedro Almodóvar, utilizando el mismo recurso cómico para bautizar a sus personajes, y un espectáculo de travestismo propio de Chueca o de Torremolinos. Dirigido por Juan Mairena, este espectáculo consiguió el premio de la Unión de Actores como Mejor Actriz Secundaria para Inma Cuevas. Y, aunque ella no estuviese sobre el escenario, las ganas de disfrutar de Cerda eran máximas.


Como una virgen, estos personajes se comportan de cualquier manera menos como vírgenes. Cuatro monjas y una madre superiora atípicas viven sus vidas de encierro y desolación entre pasos, canciones pop y catanas. Una historia extraña, donde hay cosas que parece que no tienen sentido pero son el motor de todo, donde el amor va más allá del ser humano y donde los muertos no son de ciencia ficción.


Cerda tiene un humor muy particular, con el que yo me divierto, un estilo propio irreverente, sin censura y sin cortapisas, un toque de purpurina y un plumazo de poesía y desconcierto. La introducción de Cerda despierta la carcajada del espectador ante lo anodino y surrealista. Cuatro monjas encapulladas devotas del Santo Membrillo son coristas de una madre superiora Dragqeen. Madonna se apodera de ellas, hasta en sus apariciones. Religión, catarsis, gustos raros y melancolía. El texto de Juan Mairena tiene para todos, aunque el reparto quede desigual y forzado. Las partes melancólicas y poéticas que tiene cada personaje no acaban de ajustarse en la trama central y suponen una grave interrupción en el ritmo de la obra que poco a poco comienza a aflojarse. Esa chispa introductoria a la que acompañan escenas de estilo, que marcan el tono y el humor de la obra, se pierde por momentos de poesía desacertada y desacorde.


En Cerda cada personaje tiene una tara. Las actrices sobrellevan este peso lo mejor que pueden. Personajes externos que profundizan en su mundo interior pero actrices que se quedan sólo en una mera apariencia física. Dolly y Carolina Herrera dan vida a la obra, aunque se quedan en la superficie de sus personajes. Dolly escarba un poco más porque a parte de dragqueen y excéntrica, su personaje también es persona, algo que sólo vislumbramos en su único punto débil, su cerda. Genial en todos los apartes que tiene al público, nos integra en su historia. Carolina Herrera tiene un personaje que es un regalo y un veneno. Regalo porque es un bombón, con múltiples aristas que descubrir pero veneno porque si te quedas en lo primero que ves, te falta todo lo demás, y se nota. Herrera es divertida, vivaracha e ingenua pero nos quedamos con una interpretación que bien podría haber hecho Gracita Morales. David Aramburu y Soledad Rosales están correctos aunque no terminan de cuajar, y son culpables de esa pérdida de ritmo en sus monólogos. María Velesar, por su parte, no encaja en esta historia y se queda muy alejada de la voluntad artística y excéntrica del resto del reparto.


Con Cerda me ha pasado una cosa que no me había pasado antes. He tenido la sensación de que he visto una mala función, o que la adaptación al Teatro Alfil ha hecho perder la esencia intima y descarada de la obra. Una buena materia prima con un resultado insatisfactorio. Los personajes se han vuelto de mentira, algo que echa a perder la conexión con el público y con los sentimientos profundos de los mismos.


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