La Fundación, leones y ratoncillos
Ruth Rubio acoge con valentía un texto complejo de Buero Vallejo, La Fundación. Texto que, tras ver la función, me alegro de desconocer. Una ignorancia que consigue que el espectador viaje de la mano del protagonista en su asombro, en su falta de entendimiento, en su locura. El espectador se vuelve loco junto a él porque ve lo que él ve, o lo que él quiere ver. Tras un trabajo exquisito sobre el texto, Rubio mece con mimo a un reparto que mantiene la intensidad durante toda la función.
La Fundación es un lugar amable pero extraño. Inhóspito. Algo raro hay en la Fundación. ¿Será ese enfermo que duerme semidesnudo en la habitación? ¿Será la comida que llega racionada? ¿O será la novia del protagonista que nadie ve? Prefiero no desvelar nada para que el desconocimiento pueda permitir crear en el espectador las sensaciones que a mí me creo el pertenecer por una hora y media a La Fundación.
Desconcierto, locura, alucinaciones, algo anodino sucede en esta habitación y queremos saber qué es. Los miembros de la Fundación están ahí para hacer grandes cosas. Veremos si las hacen. Pocas veces he tenido la oportunidad de escribir una crítica a una obra dirigida por un director con el que he trabajado. Sé la importancia que tiene el texto como base para Ruth Rubio. Del texto parte todo y lo que se sumerge en lo más profundo del mismo será lo que florezca a manos de esta directora prácticamente novel. Un trabajo profundo que se vislumbra en el manejo del descubrimiento, la sorpresa y la confusión de Tomás, el protagonista. Todo fluye de manera armónica, sin prisa pero sin pausa. El espacio escogido en La Pensión de las Pulgas ayuda a que a ese desconcierto se sume el agobio, la sensación de claustrofobia y las ganas de huir. Atendiendo al espacio, echo en falta que cuando Tomás descubre la verdad y ve a sus compañeros con su verdadera indumentaria, el espacio no cambie y siga igual, cuando parece que todo, incluso los muebles, eran una ilusión.
En La Fundación apenas hay respiro. El reparto acompaña a la intensidad y al desconcierto del texto de Vallejo. Interpretaciones que se llenarán de matices a medida que pasen las funciones y los propios actores descubran a sus personajes. Abel Zamora no puede ni pararse a respirar. Aparece barriendo y disfrutando de la música clásica que lo acompañará durante toda la función. Zamora realiza un trabajo intenso y modulado. El viaje que el espectador realiza a su lado es muy creíble, no tanto su relación con su “invisible” novia, algo que queda un poco empastado. A su lado, lo acompaña con fidelidad Julio Vélez, que realiza un trabajo con empaque. Presencia y cuerpo tienen Juan Caballero y Javier Mejía, aunque sus personajes quedan algo desdibujados, les falta definición y diferenciación.
El descubrimiento de la verdad es impactante y el desenlace final consigue que el público le dé la enhorabuena a Ruth Rubio por haber sacado del baúl de los recuerdos un texto imprescindible, actual y opresivo. Para los que ya conocen la historia, la esencia y la magia que tiene la obra, el viaje será diferente, conseguirán ir por delante, saber más que el protagonista y empatizar con el resto de personajes que sí viven la realidad que los ojos de Tomás no quieren ver.