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La Plaza del Diamante, un banco, una vida y Lolita



Una historia que necesitaba ser contada, un personaje que habla con el corazón encogido y una dirección que profundiza en las palabras y en el sentimiento más que en el montaje teatral. Lolita Flores se enfrenta a un reto máximo, transmitir los sentimientos de su Colometa sin más apoyo que una música que enturbia más que ayuda y una iluminación que nos transporta a otra época, a un guateque desfasado donde las luces se apagaron hace años. Joan Ollé adapta y dirige La plaza del diamante de Mercé Rodoreda para que no se pierda esta historia, para que los teatros la acojan con los brazos abiertos.


La Colometa se sienta, agarra su pañuelo que esconde entre las mangas de su rebeca y nos habla. Nos cuenta su vida mirándonos a los ojos, con verdad, con sensibilidad y de corazón. Nos habla de los hombres de su vida, de sus hijos, de cómo vivía de soltera, de los tiempos de la guerra, de sus conflictos con las palomas, de hambre y penalidades. Habla con una frágil fuerza y con el peso de los años en sus carnes.


La Barcelona de tiempos de guerra se abre ante nuestros ojos, la de la guerra, la que había durante la República y la que quedó después. Sus calles las transcurre Colometa con sus palabras y sentada en un banco, sin moverse si quiera, sin necesidad de levantarse durante casi 90 minutos. Todo un logro conseguir captar la atención de los espectadores durante tanto tiempo con tan poco movimiento. Lolita Flores lo consigue. Gracias a una impronta donde no vemos a la Flores por ningún lado, gracias a que es capaz de dar vida a este personaje desde el alma, el corazón y las entrañas. Con todo y con eso, la decisión de Ollé queda algo pobre y destinada a triunfar en teatros pequeños donde de verdad podemos mirar a los ojos a la protagonista y sentir y padecer con ella. En grandes teatros, la propuesta queda demasiado sencilla y sin recursos.


Desde las primeras butacas del Bellas Artes, la sencillez llega y no se necesita mucho más. Tuve esa suerte. Pero hubo más de un espectador de avanzada edad que gritaba desde la parte trasera, “no se escucha”. Una pena, porque lo único que puedes hacer en La Plaza del Diamante es escuchar, escuchar y atender, atender y sentir. Sentimientos que a veces resultan forzados. El recurso de introducir música cuando se supone que llegan los momentos más dramáticos es eficaz pero excesivamente obvio en este tipo de montajes, donde lo poco que introduzcas se evidencia demasiado.


Con un punto de nostalgia constante, Lolita Flores dota a su personaje de la energía necesaria y, aunque es lógico que haya pasajes de su historia más y menos interesantes, consigue mantener la atención del espectador con sólo su voz y su mirada cansada. Es cierto que a veces resulta demasiado lineal y no aprovecha del todo los altibajos del texto pero en general resuelve con entrega el papel de su vida. Una obra íntima para ver de cerca, eso es La Plaza del Diamante, sería un lujo verla en estos montajes revolucionarios que se están dando ahora donde un actor y un espectador conviven juntos en un mismo espacio. Tener la oportunidad de que La Colometa, como si de nuestra propia abuela se tratase, te cuente esta historia, su historia, su vida, debe de ser todo un lujo.


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