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Un Dios salvaje, problemas generacionales



La obra de Yasmina Reza se presenta ante mis ojos por segunda vez. Pude ver hace años la versión de Tasmin Townsend. En esa propuesta, aunque el elenco estaba muy bien compactado, las protagonistas femeninas reinaban sobre los actores, Maribel Verdú y Aitana Sanchéz Gijón, estaban pletóricas. Aquí, son ellos los que nos alegran el montaje, existe más complicidad entre los dos hombres que entre las parejas de verdad. Comprensión masculina podría llamarse. Jaime Zatarain y Fernando Ramallo envuelven de realismo una locura paternal plasmada en el texto de Yasmina Reza en esta propuesta dirigida por Paco Montes.


Dos niños se pelean, uno le rompe unos cuantos dientes al otro. Los padres de los dos chicos se reúnen para tratar el asunto. ¿Hay algún castigo recomendado en el libro de conducta de los padres ejemplares? ¿Debe pedirle perdón el agresor al agredido? ¿Lo debe hacer si no existen remordimientos? Este es el punto de partida para comenzar esta locura cómica que Reza pone ante nuestros ojos y que Jordi Galcerán adapta al castellano.


Con una entrada demasiado directa y forzada, Un Dios salvaje ataca directamente el asunto y no permite que el espectador transite por una introducción esperada. El problema está en que ese inicio no tiene gancho, hay algo en el ambiente que se respira forzado, sin verdad. Algo que se respira durante toda la función y que no nos suelta. No hay trabajo de elenco, o al menos las parejas no tienen la complicidad necesaria para engancharnos. Quizá sea una decisión de Montes, ese odio que se acaba descubriendo entre los corazones unidos se intenta mostrar desde el comienzo con una frialdad que me parece desacertada. Una falsedad muy poco sutil y quizá, como digo, buscada. Ambos matrimonios intentan aparentar que son felices pero es evidente ante los ojos del espectador que no lo son, quizá demasiado pronto.


Luego llega la locura, los padres se vuelven niños y pierden todo ápice de cordura. Insultos, arengas y sermones. Esta locura es todo un acierto pues coloca a los personajes en una situación extrema y nos hace preguntar, ¿llegaríamos nosotros a este extremo? Más salvajes que nunca, las situaciones creadas por Reza divierten al espectador y el reparto se entrega a la causa, sin miramientos, sin cortapisas, viscerales pero no del todo creíbles. Sobre todo ellas y, sobre todo, Maia Sur. La actriz no acaba de conectar con la obra, habla cuando le toca y desaparece cuando no. No parece escuchar lo que sucede en escena. Su locura es máxima y Sur no le teme a nada -mítico el momento de los tulipanes que todos estábamos esperando-, pero no conectamos con ella porque desde el principio nos hemos alejado de su personaje y vemos sus intervenciones como el que ve los toros desde la última fila, sin implicarnos, sin engancharnos. Lidia Navarro acierta con la composición de su personaje pero arrastra ese inicio desacertado y, aunque nos divertimos con ella y sus manías, tampoco consigue que empaticemos al 100%.


Jaime Zatarain y Fernando Ramallo aprovechan la complicidad de la escena y destacan en un texto único y privilegiado. Son más observadores de las locuras femeninas y nos enganchamos a su punto de vista. Zatarain desprende carisma y chulería y nos reímos con su situación. Ramallo compone un personaje en segundo plano que despierta para divertirnos.


Un Dios salvaje no termina de fluir sobre el escenario, espero que lo haga durante las próximas funciones y termine creando la obra que este texto se merece y cuya vuelta a los escenarios es de agradecer.


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