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El tiempo y los Conway, ¡cuánto hemos cambiado!



Desde que leí esta obra de J.B. Priestey a los veintipocos años, siempre me ha dejado un poso en la cabeza. ¿Qué hará el tiempo con nuestras ilusiones? ¿Qué pasará, después de veinte años, con aquello que dijimos que nunca haríamos? ¿El tiempo nos devorará o seremos capaces de vencer la batalla? Si echas la vista atrás, a lo que pensabas hace diez años que ibas a ser cuando cumplieses treinta, te das cuenta de que la vida es como esta obra, sueños, ilusiones y deseos que pretendemos cumplir pero que nunca llegarán si nos quedamos esperando. Adolfo del Río Obregón dirige este montaje de una manera tradicional mostrándonos el texto tal y cual lo escribió el autor, introduciendo cambios leves de la mano de Débora Izaguirre.


La Pensión de las Pulgas es el espacio ideal para este montaje. Una familia de clase alta celebra el cumpleaños de una de las hijas. No hay padre. La madre intenta mantener el seno familiar unido. Cuatro hermanas y dos hermanos. Vecinos entre los invitados y un juego. Las charadas. Pero el juego transcurre en la sala de al lado. En la presente, los preparativos, las explicaciones, los disfraces, las dudas y las quejas. Los encuentros, las alegrías y las presentaciones. Tres actos bien diferenciados que sorprenderán al espectador.


El montaje que nos propone Obregón peca de conservador. Al primer acto le falta vida, le falta diversión, el ritmo tiene que ser más acelerado y, en ocasiones, anticipa el drama cuando donde nos encontramos es en una fiesta y, aparentemente, nadie tiene nada de lo que apenarse. El segundo acto, sin embargo, transcurre con mayor peso. Los personajes se muestran con los años en sus cuerpos y el paso del tiempo hace que la atmósfera se agrise. Y, para terminar, el tercer acto transcurre igual que el primero pero, en esta ocasión, el fin de la fiesta, la despedida de los invitados, hace que esto sea un punto a favor. Sin embargo, me parece demasiado forzado el juego del futuro.


Un reparto amplio que se agradece porque cada vez es más complicado ver tantos actores en escena. A todos les falta jugar un poco más, que el primer acto sea más sucio teatralmente hablando. Es de alabar el cambio que todos realizan en el segundo acto, vemos que el tiempo ha hecho estragos en todos, cada uno a su manera. Especialmente espectacular es el cambio de Isabel Ampudia, su transformación es muy acertada y gana mucho en el segundo acto, en los otros dos se le ve un poco forzada. Con un personaje pequeño pero con presencia, nos encontramos a Rocío García Cano, que transita con exactitud todas las emociones de su personaje. Algo que también hace Rodrigo Daza, pero se acelera, no toma pausas y pierde demasiada vocalización. Le falta respirar. Ángela Villar tiene fuerza y nos sorprende en el segundo acto ya que en el primero pasa demasiado desapercibida. Débora Izaguirre y Carlota Callén pasan demasiado por encima el texto. El resto del elenco masculino está correcto aunque un pelín neutro.


Aunque la obra se hace demasiado larga y el calor sofocante de la sala hace que la historia no profundice tanto como debería, tenía ganas de ver en pie una obra que me encanta, aunque evidencio sus carencias –la época y los nombres de personajes y lugares nos empiezan alejando-, que no han sabido solventar en este montaje. En cuanto a la época, es duro ver como todo lo que vemos es aplicable al aquí y ahora. Aciertan en el paso del tiempo, pequeños detalles que hacen que nos lo creamos. Como dice la canción, ¡ay, cuánto hemos cambiado!


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