El Padre, ¿no te acuerdas de mí?
El teatro nos enseña, nos emociona y nos hace reflexionar. Nada mejor que ver en escena a los grandes de nuestras tablas. La cartelera de Madrid nos regala a una Nuria Espert brillante en Incencios –eso dicen, no la he podido ver todavía, suerte que regresan a final de temporada- y a un genio Héctor Alterio. El Padre, obra de Florian Zeller, adaptada y dirigida por José Carlos Plaza, nos presenta una radiografía de una de las enfermedades más temida por todos: el alzhéimer.
Dos puntos de vista diferentes, ambos comprensibles, ¿seguir tu vida, con tus sueños y objetivos, sin destrozar tu amor y tu familia o dejarlo todo por cuidar a aquellos a los que siempre has tenido ahí, tus padres? Compaginar ambas dos suele ser difícil. Un drama que viven multitud de familias hoy en día. Al salir de la función, una señora llora desconsolada abrazada a un hombre. ¿Su marido? ¿Un amigo? Ni idea. Él le dice, que lo suelte. “Suéltalo, suéltalo”, le dice. El Padre puede ser doloroso, un jarro de agua fría donde el arrepentimiento, la conciencia o la memoria puede hacernos pasar un mal trago. Pero es eso, arrepentimiento, quizá por haber sido egoísta, por no haberlo sabido hacer mejor, por la imposibilidad de compaginarlo todo. Sentir, de alguna manera, lo que ese padre o madre sintió, enfrentarse a esa realidad, puede ser doloroso. Sin embargo, esta función también puede hacer que llames a tus padres y les digas cuanto les quieres. Siempre estarán ahí.
Teatralmente, El Padre es una función que juega con el espectador y nos sumerge en la mente del protagonista, pretende explicarnos cómo funciona su cabeza y la incomprensión que le suscita su enfermedad. Una dramaturgia compleja, con saltos temporales y repeticiones que despierta la confusión y la comicidad en el espectador. Efectos de sonido y cambios de escena poco efectistas. Sin embargo, consigue que pensemos y veamos lo que él ve, que sintamos su extrañeza ante su visión.
Una función diseñada para un actor. Un personaje que pocos actores podrían hacer y Pentación ha tenido la suerte de poder contar con Héctor Alterio que, a sus 83 años recién cumplidos, se sube al escenario para dar una lección de vida. Su interpretación, sutil y transparente, deja paso a la experiencia, a la sabiduría, al saber moverse por el escenario como el protagonista por su casa, a descubrirlo todo como si fuese la primera vez. Alterio despierta la comicidad sin apenas pretenderlo y Plaza consigue que empaticemos con él, aun cuando intentemos comprender al resto de personajes. Ana Labordeta borda el papel de la hija, consumida por la vida con ganas de un futuro mejor, se enfrenta a una decisión que le acompañará el resto de su vida, quizá como a esa señora que lloraba desconsolada al salir de la función. Quizá, son imaginaciones mías. El resto del reparto cumple su función, aunque sus personajes quedan tan desdibujados como la mente del protagonista.
“Voy perdiendo hojas de mi vida”, así se siente Andrés. Lo único que quiere es que le dejen en paz, pero no estar solo. Ver cómo se consume tu vida al lado de unos extraños,… No nos merecemos acabar así. La vida nos lleva a tratar a nuestros mayores como simples estorbos. Con esta enfermedad, no se dan cuenta de nada, se les olvida todo a los cinco minutos. No sé si se darán cuenta o no, pero durante sus cinco minutos de lucidez, quiero estar ahí. No sé si El Padre culpabiliza a los hijos, creo que no, pero lo que sí consigue es que, de alguna manera, reflexionemos para que no haya más padres abandonados ni arrinconados en una fría habitación hasta el final de sus días, con una visita cuando se pueda.