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Todo el tiempo del mundo, al final siempre está el final


Pocas veces he estado tanto tiempo llorando a moco tendido en una obra de teatro. Casualmente, una de ellas era con una obra dirigida también por Pablo Messiez, con La Piedra Oscura. Ahora, con Todo el tiempo del mundo, cuyo texto también firma el director argentino, nos remueve por dentro, nos hace indagar en nuestro pasado, viajar a nuestro futuro y cuestionarnos nuestro presente. El texto, aunque con una estructura dramatúrgica un tanto lineal y previsible, nos sumerge en un tiempo sin límites ni barreras donde todo es posible.


Hoy es uno de esos días que cambian tu vida para siempre. Al echar el cierre de la zapatería, cuando ya no queda nadie, aparecen los fantasmas, los recuerdos no recordados, la memoria, los anhelos, los deseos de cosas imposibles, el futuro contra el que no se puede luchar, aparece la vida, todos los tiempos del mundo, todas las edades del mundo, todos los momentos de tu vida en un solo escenario. Y te hablan. Con palabras que a veces te suenan ajenas, con sentimientos conocidos y con anécdotas vividas y otras por vivir. Aparecen las mujeres de tu vida, las dueñas de los zapatos que caminaron por tu vida. Tenemos todo el tiempo del mundo a nuestro alcance, sólo hay que querer vivirlo.


Lo primero que apunto en mi libreta a los diez minutos de la función es que la obra me genera dudas e interés a partes iguales. Algo distinto está sucediendo en escena y quiero comprenderlo. Cada una de las apariciones en la zapatería, vuelven loco al protagonista, que es viva imagen de la locura e incertidumbre que siente el público. En Todo el tiempo del mundo el espectador vuela sobre sí mismo, se sube a una aeronave y mira su vida desde lejos, sus recuerdos, aquellos que tienen presentes y los que creían olvidados. Messiez nos interroga. ¿A dónde va todo eso que ya no recuerda nadie? Nuestro pasado nos golpea en la cara y nos espabila. Seres dormidos en el presente, el hoy, el ahora es lo único que importa.


Y la obra transcurre conmoviéndonos hasta llegar a la última media hora donde el autor nos regala dos monólogos inimaginables, soñados para cualquier actor. Y ha sabido dejarlos en buenas manos. María Morales, espléndida, como siempre, en toda la obra, arranca la primera lágrima e Iñigo Rodríguez-Claro nos humedece los ojos hasta llegar a los tobillos, nos estremece. Toda una declaración de intenciones, como esas frases que uno dice a sus hijos en el lecho de muerte, así se sienten las palabras del protagonista, dichas con verdad, con energía, con una halo de ternura y de alegría. Por primera vez, ha conseguido entender su vida.


Y el reparto trabaja desde un lugar desconocido para el resto de los mortales. Descubre emociones insospechadas y nos las transmite. A los protagonistas, se les suma un elenco compacto que juega en la misma dirección. Aunque no llegué a clarificar a quién representa su personaje, José Juan Rodríguez nos divierte y Mikele Urroz nos despierta nuestro lado sensible. Un equipo artístico, empezando por la increíble escenografía de Elisa Sanz, que va a favor de obra y acompaña al magistral texto de Messiez.


Si quieres conocerte más a ti mismo y conmoverte con un texto de altura, no te pierdas Todo el tiempo del mundo. Emoción asegurada. Te llevarás a tu casa sentencias absolutas como la de “Amar es detenerse en alguien” o “No se puede recordar el presente”. Confirmado, soy fan absoluto de Messiez, de su poesía y de su forma de entender el mundo.


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