Our town, la eternidad del ser humano
Nuestro pueblo es cualquier pueblo. Nuestra vida, cualquier vida. Y nuestra muerte, cualquier muerte. Una vida tan importante como la de cualquiera que seguirá siendo vida mientras alguien nos recuerde. Y la vida es esa suma de días en el que todos cuentan porque en todos y cada uno de esos días pasa algo. Una caricia, una llamada, un gesto o una sonrisa que hacen que los gestos más insignificantes puedan ser recordados. Incluso el saludo más rutinario, ese buenos días que te da el vecino todas las mañanas, puede ser recordado. Gabriel Olivares dirige este clásico de Thornton Wilder y plasma la vida sobre el escenario con un reparto entregado en un fin común, más allá de personalidades y egos, algo que cuesta ver en escena.
La historia transcurre a lo largo de 13 años de principios del siglo XX en un pequeño pueblo al este de los Estados Unidos llamado Grover´s Corner. Un pueblo con pocos vecinos en el que todos se conocen, se aman y se critican. Vidas corrientes. El autor consigue transformar este pueblo en cualquier pueblo del mundo, en el pueblo de todos y cada uno, en ese lugar donde respirar paz y tranquilidad, donde parece que el tiempo pasa más lento, aunque sepamos que no es así y que los días pasan igual para todos. La vida y el amor se plasma en el escenario y lo agradecemos.
Our town es una propuesta generosa que no pasa desapercibida. Olivares ha sabido unir un reparto que siente la historia con amor y ternura. Una historia que nos llega hondo, por mucho que sólo veamos sobre el escenario la normalidad de una vida normal. No hay nada extraordinario en el papel. Y eso es lo que hace extraordinario este montaje. A través de la neutralidad en la indumentaria y de la corporalidad y la mímica de los actores, el director consigue hacernos llegar y atrapar nuestra atención sobre una historia que, contada de manera clásica, no habría funcionado igual.
La historia está divida en tres bloques temporales que narran el crecimiento de los personajes. Para algunos la vida sigue igual, otros hacen lo que se supone que tienen que hacer y al final el rumbo destinado de cada uno se acaba cumpliendo. El montaje nos sorprende con una enérgica boda, con personajes menores inolvidables –gracias a Roser Pujol y a Javier Martín-, con una tierna reflexión sobre la muerte, y con la aparición de elementos escenográficos y de indumentaria en contadas ocasiones que consiguen que nuestra imaginación los incorpore al resto del montaje. Genial acierto.
Es la coordinación y la compenetración del elenco, presidido por la narración de Andrés Acebedo, lo que hace que el montaje triunfe. Chupi Llorente o Efrain Rodríguez acompañan con sobresaliente a un reparto estable y eficaz, del que no hay peros. La parte mímica ensombrece quizá a la interpretativa y no hay mayor esfuerzo, y no es poco, que el de dar normalidad a la escena.
Wilder ha sabido crear un texto que va más allá del tiempo y el lugar, algo que sólo lo tienen los grandes clásicos. La universalidad. Además, nos traslada un mensaje eterno: la felicidad no solo está en los grandes logros sino en las pequeñas metas superadas día a día y, sobre todo, en la gente que nos acompaña en ese caminar.