La velocidad del otoño, derecho a envejecer
Es la segunda vez que veo esta obra, del mismo autor, Eric Coble, y bajo la misma versión, la de Bernabé Rico. Los cambios, aparte de los escenográficos y demás elementos técnicos, son evidentes. Reinan el punto de vista de Magüi Mira y los cuerpos y almas de Lola Herrera y Juanjo Artero. El resultado, un montaje más dinámico, pese a que es más pobre en movimiento escénico, en el que el mensaje es más claro aunque ambas dos quedan diluidas por un final forzado y descafeinado.
La vida llega a su final y qué coraje tiene que dar que no te dejen hacer lo que quieres ni siquiera cuando estás a punto de sobrepasar la barrera de la octava década. En La velocidad del otoño, Alejandra vive sola en su piso con vistas a un árbol centenario. Vive ahí y quiere morir ahí, observando a su árbol, anclada, al igual que él, a su suelo. Sus hijos quieren llevarla a una residencia. Es lo mejor para ella, aclaman. ¿Por qué tienen que decidir ellos lo que es mejor para ella? Su hijo menor, Cris, entrará por la ventana para intentar convencerla. ¿Quién convencerá a quién?
La complicidad entre Lola Herrera y Juanjo Artero es evidente. La buena energía y sintonía se desprende desde el principio. Magüi Mira ha intentado desprender a la función de cualquier artificio. Nos presenta a dos personajes conversando, rodeados de un clima de crispación y de cócteles molotov, pero obviando todo lo que no interesa. Sabe que cuenta con buena materia prima. Por eso, puede permitirse el lujo de dejar a Herrera media función sentada en su sofá de color rojo. Artero le dará dinamismo a la escena. Y funciona. Es esa desaparición del artificio y de lo insustancial lo que hace que el montaje recurra a lo mejor de un texto que se hace grande en las voces de los intérpretes.
Lola Herrera es única, todos los sabemos. Y en esta función lo vuelve a demostrar. Es un placer verla sobre el escenario. Dándolo todo sin esfuerzo. Eso es arte. Juanjo Artero, por su parte, derrocha emoción pero tiende a estereotipar al personaje y a darle, en exceso, un toque infantil que le resta naturalidad en algunas ocasiones. Muy acertada su interpretación en los monólogos. Ambos nos regalan una tierna relación que es un gusto disfrutar.
Lo malo de este buen fluir es que llega un punto en el que se pierde, se pierde porque la acción comienza a acelerarse y los cambios argumentales se suceden sin explicación, a su antojo. Sin apenas darnos cuenta, los personajes han tomado su decisión final y no sabemos porque. Quizá sea culpa del texto o de una dirección que no ha sabido darle la importancia y el tiempo que se merece un buen final.
La velocidad del otoño es un homenaje a nuestros mayores y a la huida de esa decisión vital de tratarlos como si fuesen niños. “El tiempo es lo único que tenemos”, nos gritan en voz baja. Y es que, ¿tenemos derecho a quitarles su derecho a envejecer?